¿Qué Rasguña mi Puerta? — Parte 1

 

Mientras el Nova 76 de su padre avanzaba por la Troncal 2, Elizabeth se mentalizaba para los difíciles días que tenía por delante, respirando profundo mientras miraba la extensa vegetación a los lados de la carretera quedar atrás una y otra vez. Kilómetros y kilómetros de tierra virgen salpicada por pequeños pueblos y caseríos era lo único que se veía en el horizonte.

Su padre conducía sin decir nada, su madre ni se movía en el asiento de copiloto, Miguel dormía al lado de ella y en el reproductor no sonaba ninguna canción, haciendo más largo e incómodo un viaje que había comenzado en Caracas y ya parecía eterno desde que hicieron parada para desayunar en La Encrucijada a eso de las nueve de la mañana.

«Las vacaciones no deberían ser así de amargas» pensó desdeñosa, acomodándose en el asiento para evitar que las piernas se le acalambraran.

En algún momento logró quedarse dormida, dejando que la brisa que entraba por la ventana del copiloto entumeciera su rostro y terminara de alborotar su largo cabello castaño, y no fue hasta que sintió un bache en el camino que se despertó abruptamente, asustada por el salto que dio en el asiento trasero.

Aunque el viento seguía entrando por la ventana, se sentía acalorada. Tener shorts cortos y una franelilla ligera no era suficiente para mitigar el sol llanero que golpeaba con fuerza el techo metálico.

—¿Por dónde vamos? ¿Qué hora es? —preguntó mientras se estiraba, rebuscando en la mochila que tenía la izquierda una coleta para amarrarse el pelo.

—Vamos saliendo de Ortiz. Dormiste bastante, ya es mediodía —contestó la madre mientras le extendía hacia atrás algo envuelto en papel aluminio—. ¿Tienes hambre?

Elizabeth estiró la mano. Al abrir el envoltorio vio que era un pan de pernil, aun humeante. Su hermano comía junto a ella y el padre conducía silencioso. Antes de dar la primera mordida miró por la ventana al asfalto que se calcinaba bajo el ardiente sol.

—Aún estamos a tiempo para devolvernos a Caracas ¿saben? —comentó justo antes de darle un mordisco generoso a la comida.

—¡Que vaina con esta carajita! —vociferó el padre, como si todo aquel tiempo hubiese estado conteniendo aquella respuesta, predispuesto a que Elizabeth se quejara—. Siempre tiene que ser un problema cuando vamos para donde tus tías.

—Yo podía quedarme en la casa sola.

—¡No me contestes!

«Sabía que no tenía que decir una mierda» pensó enojada mientras volteaba hacia la ventana, evadiendo la mirada que su padre le clavaba por el espejo retrovisor mientras continuaba aquel fútil regaño que ella ignoraba completamente, sumida en sus propias ideas.

No había mucho que ver a medida que cruzaban el estado llanero, un inmenso territorio de fincas que rodeaban a la Troncal 2; vacas y caballos que le causaban emoción a Miguel allá donde viese, al menos hasta que a la izquierda se pudo ver el inmenso Embalse del Guárico, la ciudad de Calabozo estaba un poco más allá.

«Lástima que ahora viene lo difícil» se dijo Elizabeth mientras que a lo lejos se empezaban a distinguir las primeras casas y talleres de la ciudad.

El Nova empezó a maniobrar por calles estrechas llenas de hogares pintorescos de apariencia colonial. La gente caminaba tranquilamente por las aceras, como si el tiempo no fuese algo que los preocupara, y cuando pasaron por la plaza Bolívar vieron como muchos dejaban la tarde correr sin hacer mucho más que estar sentados en los bancos charlando. Niños en bicicleta daban vueltas alrededor de la estatua del libertador y abuelos jugaban dominó o ajedrez en unas mesas apartadas.

—No me molestaría si nos quedáramos aquí en lugar de ir a donde mis tías —susurró para sí, incapaz de quedarse en silencio un minuto más sin que eso la llevara explotar.

«Todo se ve tan tranquilo, seguro por aquí podríamos hacerlo todo. Comer carne, pasear a caballo, todo lo bueno de los llanos sin tener que lidiar con… eso» pensó en un segundo mientras pasaban frente a una casa amplia de fachada amigable, recién pintada de un amarillo cálido y llena de macetas con flores. Junto a la puerta doble de madera un cartel la identificaba como un hotel.   

—Intenta colaborar Eli, solo será una semana —le contestó su madre que la había escuchado, pero que intentaba evitar cualquier discusión.

La respuesta de Elizabeth fue un suspiro largo de resignación. Revisó su teléfono, un Motorola Razr, y vio como poco a poco las barritas de la señal se iban desvaneciendo mientras más y más se alejaban del centro de la ciudad «será mejor que ahorre batería, nunca se sabe».

Repentinamente, como si un muro invisible marcara un límite entre el centro de Calabozo y sus alrededores, las casas coloniales de la ciudad dieron paso a calles anchas con hogares humildes en los costados que también fueron desapareciendo hasta que solo pudo verse llanura infinita con árboles salpicados.

De igual forma el camino que recorrían fue mutando, mostrando un deterioro cada vez mayor en esa carretera que tomaba rumbo hacia el este, hasta que al fin el Nova se detuvo en un pequeño desvío, marcado por un cartel oxidado en el que no podía leerse más que algunas letras sueltas. Su padre cruzó hacia la derecha, introduciéndolos en aquel sendero distinguible solamente por las huellas de habían dejado otros autos.

Decir que el viaje de ahí en adelante seria abrupto era quedarse corto, pues los brincos que daba el Nova a pesar de no ir a más de veinte kilómetros por hora no dejaban que nadie se quedase quieto en el asiento. El único que disfrutaba la experiencia era el inocente Miguel, al que todo aquello le parecía una aventura. A Elizabeth por otro lado no dejaba de sorprenderle que aquel auto fuese capaz de moverse a través del accidentado camino, irregular y lleno de piedras.

Siguieron hasta llegar a un portón amplio y rustico de metal oxidado, rodeado por muros de piedra desvencijados y un arco de madera sobre él. Estaba podrido por la intemperie, con reparaciones toscas y palabras pintadas de un color amarillo pálido, decolorado por el tiempo. «Hato Las Tres Cruces» podía leerse con cierto esfuerzo.

—Llegamos —expresó aliviado el padre al volver al auto luego de cerrar el portón tras de ellos.

—Y sin mucho apuro, a mí no me gusta la corredera —correspondió contenta la madre.

De ahí en adelante el camino seguía igual durante un par de kilómetros, pero al pasar un pequeño cruce lograron divisar una casa en la lejanía, con algunos edificios más pequeños alrededor. Era amplia aunque solo tuviese un piso, con un aspecto rustico pero elegante que recordaba ligeramente a las casas coloniales que habían visto en Calabozo. Aunque a medida que se iban acercando se podía notar el deterioro en las columnas del pórtico, los techos e incluso en la tierra pisoteada y los escombros hechos a un lado en una esquina. Todo señalaba que aquel lugar había visto mejores días, a pesar de que el olor a sopa, leña y la música festiva lucharan por demostrar lo contrario.  

Mientras estacionaban junto a dos camionetas grandes llenas de barro, Elizabeth pudo ver a cinco personas que se levantaron de sus asientos en la entrada para ir a su encuentro.

Al bajarse del auto, Elizabeth puso la sonrisa más grande que pudo y recibió con cariño los saludos sus tres tías y de su tío abuelo, pidiéndoles la bendición a todos. Las gemelas Amalia y Sofía eran mujeres de unos cuarenta años, igual que su madre, con cabelleras negras y piel tostada, mientras Graciela, la hermana mayor de ambas, era una mujer alta de unos cincuenta, de cabello castaño y con un carácter fuerte que demostró al abrazar a Elizabeth con fuerza. El abuelo Jacinto por su parte era un hombre bonachón, pero con fuerza en los brazos aunque tuviera setenta años.

—Mi Eli querida —la abrazó cariñoso, siendo correspondido de inmediato por su nieta.

«Venir aquí me cuesta, me cuesta mucho, pero no es una pérdida total» pensó al ver la mirada sonriente de aquel anciano de piel trigueña y arrugas profundas.

A la última que saludo tras aquel festival desordenado de abrazos fue a su prima, una chica joven y alta de cabello negro y piel morena.

Resultaba difícil entender lo que se decía en ese maremoto de preguntas, sin mencionar que el calor intenso no hacía sencillo concentrarse en lo que contestaban los demás. Por eso, tras una breve charla de protocolo donde le preguntaron cómo iban sus clases o si tenía novio, Elizabeth se apartó con su prima hasta un banco de cemento desgastado, colocado a la sombra de una palma llanera.

—Que bien que ahora si puedes estar aquí Susana, así no me voy a sentir tan sola —le dijo Elizabeth dándole de nuevo un abrazo.

—Tranquila primita. En diciembre tuve que quedarme en la universidad, pero esta vez estoy contigo. Cuéntamelo todo.

Rápidamente ambas jovencitas comenzaron a ponerse al día, compenetrándose de una manera increíble a pesar de llevar más de un año sin verse. Elizabeth tenia dieciséis y Susana veinte, pero aquella pequeña brecha de edades tampoco evitaba que se comprendieran mientras hablaban de la carrera de una y como le iba en el liceo a la otra. Ni siquiera había problema con que Elizabeth viviese en Caracas y Susana en Guárico, pues cualquier referencia y chiste que hacia una, la otra lo captaba de inmediato, como si de una conexión telepática se tratara.

Ahí duraron un rato hasta que un grito de la tía Amalia llamó la atención de Elizabeth. Habían sacado una mesa de madera al pórtico y sobre el mantel tejido había varios tazones de plástico con sopa humeante servida frente a cada asiento. En el centro de la mesa platos llanos con pan, queso, rodajas de limón, cazabe, aguacate y una botella de salsa picante.

Ambas se acercaron de inmediato y comenzaron a comer en familia. El ambiente jovial hizo que Eli olvidara cualquier malestar que la viniese agobiando en la carretera, y cuando sus primos Raúl y Aníbal volvieron de guiar al ganado en la sabana, las bromas no se hicieron esperar, privándola de risa en su asiento más de una vez.

Pronto los tazones de sopa fueron reemplazados por botellas de cerveza. A pesar de ser menor de edad, Raúl no dudo un segundo de darle una birra a su prima Elizabeth.

—No abuses, una sola —exclamó autoritaria su madre.

Elizabeth se encogió de hombros antes de echarse un trago. La cerveza fría bajó por su garganta suavemente, refrescándola y haciéndola olvidar que estaban a treinta y tres grados Celsius. Cuanta paz respiró en aquel momento de la tarde, pero cuando la luz natural comenzó a menguar, y el sol pareció extinguirse en el horizonte, tiñendo el cielo de naranja y dorado, sintió un profundo dolor en el estómago, una puntada terrible que la privó por unos segundos.

La noche tomó terreno sin demora, tragándose la sabana y dando paso a sonidos desconocidos provenientes de la más profunda oscuridad. Chapoteos en la laguna cercana, búhos, siseos, pasto y maleza que se movía. Luz en el pórtico y en la casa, pero alrededor nada más que penumbras.

Ella conservó la sonrisa, bromeando y correspondiendo los comentarios jocosos, pero más temprano que tarde volvía a mirar hacia la espesura, intentando divisar algo en las tinieblas. Nadie parecía darse cuenta, y mientras seguían bebiendo ella logró escabullirse al interior de la casa y avanzar hasta el fondo, donde estaban las habitaciones. Sin dudarlo entró al cuarto de Susana y se echó sobre la cama.

Ahí al fin pudo quitarse la máscara de felicidad, dejando que su mente divagara mientras veía de nuevo a la oscuridad a través de la ventana.

—¿Qué buscas ahí afuera?

Aquella pregunta sorpresiva la sobresaltó, haciéndola mirar hacia la puerta desde donde la veía Susana, con algunas cervezas en su sistema, pero aún bastante sobria.

—Nada, solo…

—Llevas rato viendo hacia la oscuridad, desde que estábamos en el pórtico ¿le tienes miedo a la noche?

—No, tu sabes que de tanto venir para acá ya estoy acostumbrada —Elizabeth logró controlar el temblor de su voz.

Susana se le quedó mirando unos segundos antes de sonreírle.

—Está bien, pero si algo te molesta solo dímelo. Ven, vamos a acomodar la cama donde vas a dormir ¿estás cansada?

—Sí, que me pare muy temprano hoy me duele la espalda de estar todo el día en el carro.

—Bueno, entonces ve a bañarte, yo te acomodo la cama

Y así se hizo. Mientras Elizabeth se echaba una ducha rápida, Susana acomodo una cama aledaña, poniéndole una funda y colocando varias sabanas y almohadas para que Elizabeth durmiera cómoda. Aunque el calor era intenso el aire acondicionado ayudaba infinitamente, por lo que la habitación estaba fresca cuando Eli volvió.  

—Que duermas bien prima —fue lo último que dijo Susana antes de salir, apagando la luz en el proceso.

Lo que fuese una habitación acogedora se convirtió en una cueva de lobo, tétrica, donde no existía otra luz que no fuese el diminuto bombillo verde del aire acondicionado… a Elizabeth le costó mucho dormirse, pero el ruido de la gente a unos cuantos metros le dieron suficiente calma.

La noche fue pasando tranquila, tanto que Elizabeth lo sintió como un pestañeo hasta que una repentina agitación la hizo despertar abruptamente en la cama ¿estaba teniendo una pesadilla y no la pudo recordar? No lo sabia.

«Deben estar haciendo mucho ruido afuera y me despertaron» quiso pensar en un principio, inocente, pero esa idea rápidamente fue descarta ya que no se oía ni una sola voz y podía oír claramente a Susana dormir en la cama al otro lado y los ronquidos de sus primos en la habitación aledaña.  

Como si alguien hubiese aumentado el volumen del llano, los ruidos exteriores de multiplicaron, dejándola oír hasta la más mínima rama se rompía en el exterior. «Calma Eli, calma, cálmate por favor» se exigía molesta mientras apretaba los ojos y presionaba contra su pecho la cobija. Repentinamente un rasguño poderoso sonó en la puerta del cuarto haciéndola saltar en la cama y soltar un alarido mientras . 

Susana despertó de inmediato y encendió la luz, alarmada, viendo como Elizabeth se había arrinconado.

—¿Qué pasa? —le pregunto susurrando, intentado no despertar a nadie más.

—¡El rasguño ¡¿no lo escuchaste? —insistió mortificada—, era como quisieran reventar la puerta de un rasguño. 

Como si Susana no le tuviese miedo a nada se acercó a la puerta sin titubear, aunque Elizabeth estiró inútilmente la mano para detenerla, y envalentonada abrió la puerta de un jalón. No había nada al otro lado y la puerta estaba intacta. 

Elizabeth intento argumentar algo, pero no podía explicarle a nadie a que se debía su miedo. Ni siquiera intento murmurar algo antes de que Susana, intentando ser comprensiva, le dijera en tono amable.

—Si tienes mucho miedo en serio puedes decírmelo ¿quieres dormir conmigo? En serio esta bien prima. 

Se sentía infantil, pero aquella oferta la reconforto enormemente. Durmiendo en la cama con su prima estuvo más tranquila, aunque los amenazantes sonidos de la noche la aterraran, despertando su imaginación y mortificándola a cada minuto.

Para su buena fortuna el amanecer no tardó en llegar, y la gente circulando por la casa le dio cierta calma que le permitió dormir tranquila hasta que su madre la presiono para que fuera a desayunar. No tardo en peinarse y cepillarse los dientes, pero cuando salió al encuentro de su familia en la cocina, donde el olor a café recién colado despertaba el apetito, una exclamación de sorpresa llamó la atención de todos. Rápidamente salieron de la casa las tías, los padres de Eli y ella misma, al encuentro de Raúl y Aníbal.

A unos ochenta metros de la casa, en la orilla de una laguna donde solían beber los caballos, un desastre de tripas y sangre manchaban toda la tierra y el monte alrededor. En el centro de aquella masacre un caimán destrozado. 

—¿Un jaguar sacó al caimán de la laguna? —sospechó Raul. 

—No se, pero mejor el caimán que una búfala —fue la respuesta de la tía Sofía.

A todas estas Elizabeth veía el cadáver espantada, mientras Susana permanecía de pie a su lado. No se contuvo y creyendo en lo que su prima mayor le había dicho en la noche, disimuladamente la jalo de la manga de la camisa y en un susurro discreto le pregunto.

—¿Hay jaguares en Guárico? ¿Le pueden hacer eso a un caimán de ese tamaño? 

Susana la miró a los ojos, y aunque en un principio iba a mentirle, tras un suspiro resignado le contesto en voz baja, apartadas del resto.

—No, no debería. Además los jaguares se comen lo que cazan no lo... despedazan y se van.

Ante esa respuesta y viendo el cuerpo descuartizado del caimán, Elizabeth controló el temblor de sus manos, como quien ve a un enemigo a los ojos e intenta que no se note su miedo.

«Esa cosa, la que rasguño la puerta... eso ya sabe que estoy aquí de nuevo» pensó Elizabeth con desasosiego buscando cualquier movimiento extraño en la llanura. Sabia que algo se escondía de ella, pero no dejaba de observarla.

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