¿La Luz de la Ciudad o la Luz de la Estrellas?
Sol nació en Caracas, y desde que tenía uso de razón había vivido con sus padres y su abuelo en una linda casa. Estaba lo bastante apartada del centro de la ciudad como para que el estrépito de los autos no los molestara, pero no lo suficiente como para que las luces incandescentes de los carteles publicitarios no entraran por la ventana.
Para Sol el sinónimo de un cielo estrellado eran las
noches de luna llena, cuando se podían ver en el firmamento, entre satélites y
nubes densas, dos o tres estrellas de un brillar apagado. En el resto de
ocasiones, incluso cuando estaba despejado, todo parecía cubierto por una
sombra lúgubre de un negro amarillento. Esto no le llamaba la atención porque
era lo normal, lo que siempre había visto, y aun no conocía nada diferente. Pero
un agosto que su abuelo, un aventurero veterano, la llevara a acampar a Pico
Naiguatá, todo cambió.
Ahí, a dos mil setecientos sesenta y cinco metros de
altura, la pequeña Sol se vio maravillada por la inmensidad del cosmos. Miró hacia
arriba y donde antes hubiese oscuridad, ahora se extendían miles y miles de
estrellas brillantes. Inocentemente intentó contarlas, pero más temprano que
tarde la pequeña de seis años comprendió que era imposible. Ante tanta belleza
su mente infantil se preguntó «¿Dónde estuvo esto todo el tiempo?». No demoró
un segundo más, y mirando a su abuelo lo interrogó.
—Abuelito ¿Por qué nunca había visto un cielo así en
nuestra casa?
El anciano se acomodó los lentes frente a la pequeña
fogata que había hecho para los dos, mientras las llamas chisporroteaban y la
cena se cocinaba junto a la calurosa flama.
—Lo que pasa es que sobre las ciudades vuelan enormes
dragones de luz —exclamó confiado.
Sol, incrédula ante esta respuesta, se quedó en silencio
unos segundos, mirando al cielo infinito.
—¿Dragones? —repitió, no dando crédito a lo que había
oído.
—Sí, dragones.
—Pero ¿cómo? ¿Por qué no los he visto nunca? —Insistió
intrigada.
—Solo podemos verlos quienes sabemos que están ahí.
Ante esta respuesta los ojos de Sol brillaron de la
emoción, haciéndola brincar de su asiento y casi soltar la rama que sostenía
los malvaviscos que con tanta insistencia logró que su abuelo comprara.
—¡¿Entonces los has visto abuelito?! —exclamó mientras el
abuelo se reía.
—¿Quieres verlos? –
La niña no sabía cómo lidiar con tanta emoción, con la
intriga que aquello le generaba, y se limitó a asentir efusivamente, sacudiendo
su largo cabello liso.
—Bien, ven y no me sueltes la mano.
El abuelo se levantó y le pidió gentilmente a su vecino
de carpa que cuidara del fuego. Abrigó cuidadosamente a Sol y se aventuraron
entre la espesura alumbrados por una potente linterna. Finalmente llegaron
hasta la cruz, el punto más alto del Ávila, desde donde podían ver a Caracas a
un lado y la Guaira desde el otro.
—No puede ser —murmuró Sol casi sin aliento mientras veía
a una masiva criatura traslucida formada por destellos, sobrevolar frenéticamente
la ciudad.
Era un lagarto brillante y largo de enorme cola, con cuatro
patas cortas de garras afiladas, espinas en la espalda y escamas hechas de luz.
Volaba frenéticamente con las fauces abiertas, enrollándose sobre sí mismo y
volviendo a desplegarse una y otra vez en una danza incesante.
—Es como una iguana larguísima —expresó Sol.
Su abuelo al ver que la imagen que proyectaba aquella
bestia, un milenario dragón sobrevolando el firmamento, se vio reducida a una
iguana, no pudo más que reír mientras asentía.
—Si mija, es como una iguana.
—¿Pero por qué es tan grande? ¿Qué hace aquí? —preguntó
mientras lo contemplaba.
—Veras solecito, a ellos les gustan las ciudades como
Caracas o La Guaira —señaló al otro lado. Sobre la larga ciudad portuaria también
había un dragón brillante, un tanto más pequeño—. Viven aquí porque pueden
comerse la luz que se desperdicia todos los días en la ciudad. Comen tanto pero
tanto que terminan cubriendo el cielo entero —decía mientras abría los brazos
hacia la bóveda celeste—. Desde abajo ellos son el cielo que tú ves por la
noche. Son traslucidos así que de día no se ven, pero de noche no le dejan a
nadie ver las estrellas.
Sol contempló la criatura y luego alzó su mirada hacia las
estrellas.
—No saben lo que se están perdiendo —se refirió a la
gente en la ciudad.
—No, no lo saben.
—¿Entonces los dragones son así de grandes porque desperdiciamos
luz?
El abuelo asintió suavemente mientras acomodaba la
bufanda de Sol para que no se resfriara.
—¿Y no podemos hacer nada para evitarlo?
—Hay una manera —contestó vagamente mientras la rodeaba
con su brazo para mantenerla caliente, obligando a la pequeña Sol a insistir
después de unos segundos de silencio.
—¡¿Cuál, abuelo?! ¡¿Cuál?! —el anciano se rio.
—Si desperdiciar la luz los hace crecer —acarició su
cabeza—, usarla responsablemente los hará...
—¡¿Desaparecer?! —su tono de preocupación fue obvio.
—Tranquila, no desaparecerán, solo se harán más pequeños.
—¿Y así todos podrán ver las estrellas?
—Así es, todos podrán.
Esa idea se quedó grabada en la mente de Sol y mientras
cenaban junto a la fogata ella fantaseaba con disfrutar ese momento mágico con sus
amigos y el resto de su familia.
Cuando llegaron a la casa la noche siguiente, aunque
estaba agotada, no pudo evitar caminar hasta su ventana para ver el cielo. Como
se lo esperaba, no había ni una sola estrella en el firmamento, solo una espesa
oscuridad.
—Desde abajo no puedo verlo —se dijo en voz baja justo
antes de poder distinguir una pequeña garra en el cielo—, pero ahí está…
Meditó por unos segundos, viendo detalladamente las
numerosas luces amarillas y blancas de la ciudad, los postes de luz y las
vallas publicitarias que brillaban en la autopista. Analizó cuidadosamente
aquel amplio horizonte que emulaba el cielo estrellado brillante, pero con un tono
apagado y triste que no lograba rivalizar con la fulgurosa noche estrellada del
día anterior. Volvió a alzar su mirada hacia el cielo y exclamó
—¡No voy a dejar que siga creciendo!
Y dicho esto salió de su habitación, decidida a hacer la
diferencia. Lo primero que notó apenas cruzó el umbral de su puerta fue que
tanto el pasillo como el salón tenían la luz encendida, pero no había nadie ahí
que las necesitara. Sin esperar un segundo las apagó y cuando estaba a punto de
salir de la sala notó que hacía mucho frío. El aire acondicionado marcaba
dieciséis grados centígrados, lo que hasta para su inocente entender era
demasiado. Con sus manitas tomó el control y subió la temperatura a veinte.
—Mejor —se dijo para sus adentros mientras se dirigía a
la cocina.
Antes de poder servirse un simple vaso de agua el ruido
del televisor llamó su atención como nunca antes lo hizo.
—¿Por qué papá nunca apaga la tele después de cocinar? —Se
preguntó mientras lo apagaba ella misma.
Una vez el estruendo de las noticias quedo silenciado,
pudo percibir un leve pitido proveniente de la zona de lavadero al fondo de la
cocina. Como no podía ser de otra forma, la luz estaba encendida y además la
secadora, que había terminado su ciclo, estaba en modo de espera con una
pequeña luz titilando; consumiendo energía simplemente para mantenerse
encendida.
Llena de una paciencia difícil de encontrar en un
infante, Sol tomo su banquito, lo puso frente a la secadora y haciendo memoria
de una acción que había visto hacer a sus padres muchas veces, apretó un simple
botón y la secadora se apagó.
Antes de irse se sirvió un vaso de agua y por un segundo
dudó en si la luz del refrigerador se mantenía encendida cuando estaba
cerrado.
—Preguntas que nunca obtendrán respuesta —se dijo
mientras salía de la cocina.
Siguió su cruzada por casi toda la casa, apagando luces
hasta que llegó al estudio donde esperaba ver a su abuelo, pero en su lugar se
encontró con una habitación solitaria con una computadora encendida y un
tomacorriente con varios cargadores puestos. Ella había escuchado que con solo
estar conectados ya consumían energía, y aunque nunca le había puesto atención
a aquel detalle, esa noche no pudo pasarlo por alto y los desconecto. Apagó la
computadora sin miramientos y salió hacia la terraza.
Las lámparas que iluminaban aquel espacio de cinco por
seis metros eran exageradas y brillaban intensamente. Como cosa rara no había
nadie ahí que las necesitara encendidas. Ya cansada, con los ojos cerrándosele
por el cansancio, apagó la luz y comenzó a caminar rumbo a su habitación, sin
mirar al cielo.
Justo antes de cruzar el umbral que la llevaría dentro de
la casa un sentimiento extraño la hizo paralizarse. Se dio media vuelta y alzó
la mirada. Maravillada observó como una garra de dragón oscura se retiraba
dejando un claro, y aunque fuese por pocos segundos, vio una hermosa estrella
brillar.
Emocionada celebró aquella victoria, que la inspiró a
repetir aquel recorrido los días siguientes. Todo con la esperanza de volver
disfrutar de aquel firmamento mágico que vio en Pico Naiguatá, aunque fuese por
solo unos segundos.
Por más sigilosa que pretendió ser a partir de esa noche,
sus padres y el abuelo notaron su conducta rápidamente. Y aunque a veces ocurrían
accidentes como apagar una computadora que estaba siendo usada o desconectar aparatos
a punto de ser utilizados, todos en casa comenzaron a ayudarla al verla tan
entusiasmada.
Aquel pequeño esfuerzo dio resultados, y todas las noches
podían distinguirse diez estrellas en el firmamento que hacían a Sol muy feliz.
Pero ¿era suficiente? Claro que no. La pequeña soñadora
aun recordaba bien aquel firmamento plagado de estrellas de plateado brillar y
no estaría satisfecha hasta que todos pudieran verlo. Como era una niña
extrovertida no le costó convencer a sus vecinitos para que no consumieran
tanta luz, mostrándoles por la noche como el dragón retiraba sus garras, y
aunque no todos le hicieron mucho caso, la mayoría de ellos convencieron a sus
padres para ahorrar electricidad. Sin darse cuenta, Sol había creado un efecto
domino que poco a poco le resto poder al inmenso dragón.
Sus escamas ya no eran tan fulgurosas y su cuerpo ya no
podía cubrir la totalidad del cielo por rápido que se moviera. Todas las noches
que no fueran nubladas podían verse brillar en el firmamento muchas estrellas,
pero aun no eran tantas como aquella noche mágica con su abuelo.
—¿Qué debo hacer ahora? —se preguntó una noche en la
terraza con las luces apagadas. Meditaba profundamente cuando de pronto sintió que
alguien observaba, miró hacia arriba e impresionada le devolvió la mirada al
colosal dragón que tenía uno de sus ojos sobre ella.
—Ya has hecho mucho mija —le dijo su abuelo que se acercó
a la baranda y le puso un suéter —no se me enferme.
—Pero abuelito, aun el cielo no se ve como cuando
estábamos allá arriba.
—Ni se verá así en mucho tiempo, solecito. Él no se irá
de ahí tan fácilmente… muchas personas tenemos que ayudar primero, pero tú ya
has dado un gran paso —le explicó con calma, pero la niña frustrada casi rompió
a llorar mientras decía.
—Yo solo quiero que todos vean el mismo cielo que
nosotros —con las lágrimas a punto de salírsele—. Así tal vez quieran ayudar.
Su abuelito se hinco en una rodilla y le seco las
lágrimas con un pañuelo.
—Pues tu deseo se hizo realidad —y diciendo esto le
señalo el cielo.
Sol volteo y miró como el inmenso dragón daba media
vuelta y salía volando alto, perdiéndose entre las alturas. Esto permitió que por
una noche, mágica como ninguna, el cielo de Caracas se llenara de millones de
estrellas brillantes. Rápidamente llamó a sus padres, aviso a sus vecinos y
todos pudieron disfrutar de aquella vista maravillosa. Les fue fácil entender
entonces porque Sol quería que la ayudaran; porque Sol había elegido la luz de
las estrellas.
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